Se levantó temprano
y salió a correr por la playa. Todavía no había gente en el paseo
y era el momento que más le gustaba del día. Esa hora que no es de
nadie, donde los bares aún están abiertos y ya huele a pan.
Entonces,
mientras escuchaba opiniones que no le interesaban en un programa de
radio, cuando ya estaba cubierto de sudor, se fijó en las nubes y el
color de las nubes le asustó.
El
miedo había llegado a su vida sin ruido con el primer sobre, el que
debería haber sido el último. Cuando lo abrió y contó el pequeño
fajo de billetes pensó que no era para tanto. Sólo un regalo. No se
había vendido.
Pero
cuando pagó la primera copa con un billete de 50, al guardar el
cambio en el bolsillo el un peso liviano, de monedas de cinco
céntimos, se asentó en su corazón. Todavía no sabía que era
miedo.
El
segundo sobre, puede que por más abultado, hizo el miedo más
patente. Estuvo a punto de devolverlo cuando pensó en todas las
veces que había dicho que hay cosas que no se venden. Pero el número
de billetes y la sonrisa de aquel hombre delgado, que había entrado
en su vida por casualidad, le hicieron comprender que sólo era una
cuestión de precios. Y se dejó comprar.
El
miedo en lugar de pararlizarle, le guiaba. Le enseñó a cambiar la
cruz en los formularios sin que se le notara en la cara. Y disfrutó
de los sobres. Al principio con pudor, después casi con desenfreno
La
semana pasada cuando recibió el sobre había dejado de justificarse.
Ya no pensaba, como con el cuarto, que aquello algo que hacía todo
el mundo y que de no hacerlo él otro lo haría. O como cuando llegó
el sexto y empezó a correr por las mañanas para evitar el sudor
frío que llenaba su cama cada día a las seis en punto, mientras
soñaba con formularios.
Ayer
el hombre delgado de ojos de nube no se había presentado a la cita
y, la ausencia del undécimo sobre le trajo un miedo nuevo, el de ser
alguien que sabe que todo tiene un precio y que ya no podrá
pagarlo.