Tierra Firme



Las bragas eran negras. Luisa las había comprado en un mercadillo un par de años antes, el mismo día en que compró una camisa con chorreras y unos pantalones que le quedaban demasiado cortos pero que estaban tan rebajados que no comprarlos hubiera sido tirar el dinero.

Al menos eso es lo que dice a Juan cada vez que abre el armario y le pregunta si tiene previsto encoger un par de centímetros para empezar a ponérselos.

La camisa de chorreras la utilizó durante varios meses y, todavía, hay veces que la lleva. Si se siente un poco triste, las chorreras la alegran.  Cuando era pequeña y lloraba solía ponerse una tiara de plástico y, así, se consolaba. Sabe que ya no puede pasearse con coronas y, aunque guarda una en el armario, nunca sale a la calle con ella.  Sólo se la pone en casa y en caso de emergencia.

Como hoy, cuando ha tenido que renovar el carné de identidad. En la ventanilla se ha dado cuenta de que el tiempo ha pasado.  Que  no ha pasado en balde.  A ella la ha hecho más vieja y a la vida menos nueva.

Vuelve a casa y mira los ojos capturados por el fotomatón. Ve minutos, días, años. Y nota su peso, a veces liviano, a veces imposible de cargar, un peso que la desborda y le impide caminar cuando ataca la nostalgia.

Y aunque no quiere pensar, piensa en cómo los años al pasar no siempre han sabido limpiar heridas, pero sí cicatrizar  sonrisas.  

Al quitarse las bragas negras, para ducharse, se da cuenta de que están gastadas, casi rotas. Las tira a la basura y piensa en Juan. En los besos que se han dado estos años. En los besos que, como el tiempo, también han pasado.

Cuando sale de la ducha y va hacia al dormitorio a cambiarse escucha la puerta. Sabe que es Juan y que antes de saludarla para contarle su día irá al baño. Mientras se viste el sonido de la cadena le confirma que Juan sigue fiel a sus rituales. Y el agua al caer se lleva la posibilidad de una sorpresa.

Juan abre la puerta del dormitorio. Luisa, de espaldas a la puerta,  está buscando la tiara y  espera que empiece a contarle, como cada día, su día en la universidad.  Como Juan no empieza a hablar se gira y ve que entre las manos sostiene sus bragas negras.

“¿Qué haces? Están sucias”

“Es que  te has confundido y las has tirado al cubo de la basura”

“No. No me he confundido. Están viejas, por eso las he tirado.”

Entonces Juan la mira y pregunta: “¿A mí también me tirarás cuando esté viejo?”

Luisa sonríe.  “Sólo te tiraré si estás viejo y sucio.”

Y se levanta para besarle mientras  piensa que los besos de Juan en lugar de crear cadenas  sirven para construir caminos hacia besos nuevos.  Besos cálidos que la atan a la tierra, aunque, a veces, como hoy,  la tierra firme parezca tan lejana.

La Casa



La de la derecha debería haber sido nuestra casa. Una casa grande, que poco a poco hubiéramos llenado de recuerdos y de historias. Alegres, tristes y tontas. Historias mínimas que habrían llenado una vida. La historia de “aquella vez, no sé si te acuerdas, en que nos equivocamos y pusimos sal en el café”.
Tu casa y mi casa. Una casa grande de cojines cálidos y paredes frías. Nuestra casa que ya nunca lo será.
Tendría  un gran salón y, a la izquierda, en el sofá, dormiríamos abrazados protegiéndonos del mundo el uno al otro.
Ese de ahí debería haber sido nuestro jardín.
Un jardín que yo nunca hubiera regado, con árboles llenos de fruta que yo no comería y de nombres que sería incapaz de recordar. A la derecha habría un estanque, donde una noche cualquiera habríamos hecho el amor borrachos, mirándonos a los ojos.
La honestidad aún habría sido posible, porque nunca se habrá instalado el silencio en nuestra vida.
El silencio que ahora lo envuelve todo, una capa pesada hecha de lo que nunca se ha dicho, un líquido que me inunda por dentro y no me deja reír, ni gritar, ni llorar, ni hablar.
También habría una mesa, donde yo escribiría libros que cambiarían el mundo.
Este de aquí no debería ser yo.
Sería otro que me miraría con los ojos llenos de envidia. Que no conocería mi nombre ni el tuyo. Otro más triste, que se sentaría en este banco en el que ahora estoy sentado, mirando fijamente tu casa y la mía, tu jardín y el mío.
Nos vería consumirnos de amor y felicidad, rodeados de niños con mi pelo y tu nariz.
Niños fuertes que nunca nacerán y no podrán protegernos, que no nos miraran altivos cuando intentemos explicarle su vida desde nuestros errores.
Otro más tonto, que no entendería por qué a él no le había sido dada esta oportunidad, que se consumiría imaginando la vida que habría debido tener y no tuvo. La vida que se merece más que yo.
Éstas no deberían haber sido nuestras decisiones, ni nuestras oportunidades, la casa ahora está derruida, nuestro amor no cuenta.
No se escribirá jamás el libro que nos salvó.
Y yo, ahora, sólo soy yo, mirando ruinas, consciente de haber perdido una batalla larga y tediosa, un soldado, cansado, que ve otorgar la victoria a un adversario al que ni siquiera conoce.

El Templo del Morbo




Supe que su nombre de cuatro letras era falso en el momento en que su boca lo pronunció. Aquel nombre que se ajustaba demasiado a la minifalda azul, con medias negras, en la que no se sentía del todo cómoda, pero que le sentaba muy bien. No  preguntó el mío.



Pedimos dos cervezas. No hablamos mientras las bebimos. Me pidió que fuera a comprar tabaco. Cuando me levanté y me acerqué a la máquina de aquel bar pequeño con nombre excesivo sentí cómo su mirada recorría mi espalda, mis piernas, mi culo.




Me estaba examinando y yo me dejaba examinar. No confiaba en pasar la prueba. Cuando volví a la barra ya se había levantado. Le pregunté si iba a algún sitio.




“A mi casa”.




“¿Quieres que te acompañe?”.




Volvió a mirarme. Convencido de que se iría  e intentando evitar otra noche de cerveza en soledad  insistí. “Soy un caballero, sólo quiero asegurarme de que llegas bien”.




Mientras caminaba hacia la puerta dijo “Ya tengo un caballero en casa” y, sonriendo, añadió, “Hoy no está”.




No esperé a que el camarero me devolviera el cambio del billete que dejé sobre la barra y, al salir, vi que no había dejado de andar, no sé si porque se había arrepentido o porque estaba segura de que la alcanzaría. Caminamos diez minutos en silencio.




Cuando entramos en el portal me tocó por primera vez. Su dedo índice, más claro en el lugar donde debería haber estado un anillo, recorrió mi nuca. Y, en ese momento, no pude contenerme y la busqué. Busqué su boca con mi boca. En el ascensor mis dedos torpes como los de un adolescente primerizo llenaron de carreras sus medias. Bajamos en el sexto.




Me puso una copa y me preguntó si me apetecía algo más fuerte. Por hacerme el gracioso le dije que me bastaba con estar allí, con ella .“No me gustan los que se enamoran” respondió, mientras preparaba la última raya sobre una de las fotos que había en una mesa auxiliar. Cuando la esnifé pensé que el vestido de novia le quedaba muy bien.




Empezó a desnudarse por sorpresa.  En la ingle derecha llevaba tatuado un sol pequeño. Lo besé. Y ella empezó a reír. Su risa lo inundó todo. Me serví otra copa y la miré. Se paseó por la habitación en ropa interior.




Entramos en el dormitorio. Y la besé. Seguí besándola toda la noche y ella me  dejó hacer. La besé sin miedo. Con la fuerza de un ave de paso. En cada parte de su cuerpo. Como un explorador besé sitios que no había besado nunca. Su clavícula, su codo, sus rodillas.




Con el alba me marché y le prometí olvidar la dirección de su casa, el color de sus sábanas, el viento en sus caderas.




Ese día fui directo a la oficina, sólo me duché. Por la noche volví al bar. El camarero me agradeció la propina de la noche anterior con una cerveza muy fría, a la que siguieron muchas otras.




No sé si fue la falta de sueño, el alcohol, los excesos o el recuerdo de su risa, pero el caso es que justo antes de salir del bar me pareció oír su voz dulce. Me susurraba al oído que me había estado esperando.

La Escalera



Tiembla. Se acerca a la silla y coge una camisa de hombre.  Intenta abrochar los botones, pero el dolor de una uña rota se lo impide.

Abre la puerta  del baño. Casi no puede apoyar el talón. Se lava la cara. Su mirada evita  el espejo  No quiere ver su dolor.  Su desnudez que quedará marcada por cardenales. El sabor a acero en las encías. La sangre reseca bajo la nariz.

Le gustaría ducharse, pero sabe que no debe hacerlo. Lo ha leído en algún libro. Tienen que encontrarla así.

Tendrán que examinarla.  Anticipa la humillación que sentirá cuando una voz desconocida le pida que se tumbe en la camilla. Cuando tenga que contar lo que ha ocurrido. Varias veces seguramente.

Sale del baño. La camisa, demasiado grande, resbala por su hombro derecho. Tiene frio. No enciende ninguna luz.

No quiere mirar la cama. Pero no puede evitarlo y se fija en la sangre que mancha las sábanas. Desnuda. Pasea por la habitación. Sin darse cuenta repite el mismo recorrido una y otra vez. Un paso a la derecha, dos a la izquierda.

Sale y  recorre el pasillo oscuro. El sonido de su respiración le asusta. Intenta andar más rápido.

El hombre se ha ido.  No lo conocía, no podría reconocerlo. Ni siquiera por el olor.  Cree  que no está en casa. Cuando terminó lo que vino a hacer y se levantó de la cama, sin mirarla, se fue por este mismo pasillo.

Aunque sabe que no es probable que vuelva tiene miedo. Intuye que el miedo la acompañará durante mucho tiempo, puede que durante el resto de su vida. Pero ahora no puede pensar en eso, ahora tiene que andar por el pasillo.

Llega hasta la puerta. Está cerrada. Intenta abrirla pero no puede. El miedo y el dolor le hacen confundir la forma en que tiene que mover el pomo. Tras unos segundos consigue girarlo y la puerta se abre.

Aún tiene que salir del edificio. Empieza a bajar las escaleras.

Una  mujer adulta,  casi desnuda, que baja  escalones a saltitos.

Dieciséis. Hay dieciséis escalones y  cincuenta metros separan el final de la escalera de la puerta. En el último escalón resbala.

La mujer intenta gritar pero no puede. Quiere hacer ruido. Quiere que alguien venga. Lo intenta pero no puede levantarse. Y se arrastra. Lenta. Dejando un rastro rojo sobre el mármol blanco de la entrada.

Entonces la puerta se abre. El corazón de la mujer late con mucha fuerza y levanta la mirada. Es uno de sus vecinos.

Cuando lo reconoce empieza a llorar. Por fin, se siente segura.

Luna de Miel




Ella siempre quiso ser madre. Nunca me mintió al respecto, no hubo subterfugios. El día que nos conocimos supe que era morena, que tenía las piernas largas y que quería quedarse embarazada.  No surgió en la conversación pero se daba por hecho.

Supongo que por alguna oculta razón genética Luisa decidió que yo iba a ser un buen padre para sus hijos y, por eso, después de poco más de un año de noviazgo me hizo proponerle matrimonio. Y yo acepté. Quiero decir acepté a proponérselo y ella acepto la propuesta. 

Siempre ha sido así, Luisa no ordena nada, pero sus deseos son tan obvios que a mí no me queda otro remedio que cumplirlos.  Y, sin pensar si me apetecía o no, me casé.  Desde el primer momento tuve claro que mi opinión sobre el tema sería escuchada pero descartada si era contraria a la de Luisa. 

El día de mi boda fue horrible porque a Luisa se le manchó el vestido justo antes de que empezara la ceremonia y estuvo todo el tiempo de mal humor. Yo me lo hubiera pasado bien, estaban allí mis amigos, habíamos conseguido que nuestros padres pagase por una barra libre de lujo y, Luisa, vestida de blanco manchado, se paseó recogiendo sobres entre parientes lejanos y cercanos.

Sobres llenos de dinero que se suponía sufragarían unos gastos que Luisa, en su infinito conocimiento, había conseguido que otros sufragaran antes. O sea, por primera vez en mi vida cada copa que pedía me hacía ganar dinero en vez de perderlo. Pero por solidaridad con Luisa y su mancha, yo tampoco disfruté.

La luna de miel fue una sorpresa para mí. Tengo que decir que no suelo prestar mucha atención a los detalles, pero estaba convencido de que íbamos a ir a alguna isla paradisiaca donde Luisa recibiría masajes y yo podría leer. 

Los masajes de Luisa solían ser una de las principales razones para elegir destino en nuestras vacaciones. Pero en algún punto debimos cambiar de planes porque la semana antes de casarnos, mientras preparaba mi maleta con un bañador y varios libros sobre pintoras ninfómanas, detectives alcoholizados y jefes de la mafia que al final tienen un corazón de oro, ella me miró y me dijo que sólo necesitaba un par de libros para el avión, como mucho. ¿Y qué hago luego en la playa? En Canadá no hay playa.  Así que, obediente, saqué los libros y cambie el bañador por un gorro de lana. Cuando vi su sonrisa de aprobación me di cuenta de que íbamos a pasar frío.

Después de la boda, Luisa, su mancha, mi gorro y yo cogimos un taxi al aeropuerto. El vuelo tenía prevista su salida a las 21.00, e íbamos con varias horas de adelanto, para evitar todos los imprevistos que pudieran surgir y que Luisa había imaginado. Yo seguramente hubiera salido tarde, sin tiempo para parar en casa y me habría montando en el avión con el traje de pingüino en el que me casé.

Nunca llegamos a Canadá. No recuerdo bien cómo ocurrió, pero sí recuerdo el ruido de la ambulancia y que después me contaron que el taxista no pudo evitar un camión cargado de flores blancas contra el que nos estampamos. Cuando me desperté en el hospital, lo primero que hice fue preguntar por mi nueva mujer. Yo sólo me había roto una pierna, la peor parte del impacto se la había llevado el lado del coche en el que viajaba Luisa, y aunque había sobrevivido, no era muy probable que llegara al día siguiente. 

En la puerta de su habitación estaban algunos de los invitados de nuestra boda,  antes de entrar su madre me dijo “Parece que duerme”. Luisa no hubiera sabido  dormir así.

Ese día de mi temprana viudez no me di cuenta de que pasados los años no sólo echaría de menos a Luisa en cada decisión que tuve que tomar por mí mismo sino, sobre todo, a un niño que nunca nació y que hubiera tenido mi pelo y su nariz.