Un segundo, la he mirado
un segundo y el mundo ya no está. No ha estado en mi vida más que
un segundo y se ha llevado el mundo. Puede que sea amor a primera
vista, falta de sueño o que haya tomado demasiado café esta
mañana.
El caso es que ahora que
se ha dado la vuelta no puedo dejar de pensar en sus ojos. Suena
cursi, ridículo y excesivo. Lo sé, pero ahora lo único que me
preocupa es intentar recordar el color. Estoy casi seguro de que no
eran azules, tampoco marrones y mucho menos verdes... ¿Por qué me preocupan los ojos de una desconocida?
Tengo que concentrarme y recordar por
qué estoy en este autobús y hacía dónde voy.
¿Grises? ¿Existen los
ojos grises?
Hasta ahora nunca he
conocido a nadie con ojos grises, claro que, tampoco había perdido
nunca mi mundo en el autobús una mañana. Así que es posible que
los ojos fueran grises y, entonces, si los ojos son grises y la miro
de espaldas y me cuesta respirar y me tiemblan las piernas y me sudan
las manos, entonces, puede que me haya enamorado esta mañana en el
autobús de unos ojos grises.
Pero... yo no me
enamoro... y si me enamoro no lo hago de ojos de color incierto que
veo un segundo en un autobús. Mejor me tranquilizo un poco y
empiezo a respirar... Respiro y cuento hasta 10.
Uno, dos, tres..., grises,
son grises... los veo claramente... Se ha dado la vuelta y viene a
ocupar el asiento de enfrente. Se sienta, pero no me mira.
Saca un libro y busca la
página que va a empezar a leer, que empieza a leer. Veo cómo sus
ojos recorren una a una las líneas, cómo sus labios van juntando
palabras, cómo las disfruta.
Sé que es imposible, que
no está pasando, que el autobús no se ha quedado en silencio y que,
al no saber cómo suena, no puedo estar oyendo su voz. Aún así, me
parece escucharla mientras lee.
Tengo que dejar de
mirarla, se va a dar cuenta.
Toca el timbre, quiere que
el autobús se pare. Debía estar muy cansada o tener muchas ganas de
leer porque apenas ha estado cinco minutos sentada. Al levantarse,
mete uno de sus dedos entre las páginas del libro. Alguien debería
regalarle un marca páginas, como el que yo regalé hace tiempo a
Luisa para evitar que su dedo indice ensucie lo que lee.
Luisa. Estoy en este
autobús para ver a Luisa.
Luisa, de ojos
indudablemente marrones. Que vive a sólo dos paradas de aquí. A
quien he visto durante meses cada día. A quien quiero y me quiere.
Que no me roba el mundo, que construye uno conmigo.
La chica de ojos grises y
labios lectores ya está en la puerta del autobús, esperando. El
autobús se para. La puerta se abre. Ella se baja... y yo también.
Y, aunque siento que no podía haber hecho otra cosa, tengo miedo de
haberme equivocado.
La sigo hasta un bar. Se
sienta y pide un café. La observo desde la barra. Pienso en Luisa y
me da miedo acercarme.
Igualmente me acerco. Me
mira y yo, después de haberla mirado tanto tiempo, bajo los ojos y
sólo puedo fijarme en el título del libro que está leyendo.
Y ahí me doy cuenta de
que no me he equivocado. Le pregunto su nombre. Sonríe para decirme
que se llama María. Entonces me atrevo a mirar el gris de sus ojos
y le digo que no. Que no se llama María. Que se llama Remedios y que
no es de este mundo. Rompe a reír, sus ojos me cubren de gris y
tiemblo. Ella, sin miedo, se levanta y me besa. Mi lengua recorre
una ciénaga rodeada de casas de barro y caña brava dentro de su
boca. Mis manos tocan su espalda. Sus labios besan mi cuello.
Antes de que mi cuerpo se
rinda por completo pienso en Luisa, en cómo tendré que decirle que
hoy he bajado dos paradas antes, que voy a tener que comprar un
marca páginas nuevo y que no seguiré mirándola cuando lea. Que hoy
unos ojos grises han robado mi mundo y parte del suyo en un autobús.
Beso a Remedios e imagino
otros labios besando a Luisa, los labios que un día pronunciarán
su verdadero, cabal e innominado nombre.
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