Luis


 

Hace 24 años llegue a un mundo que no me estaba esperando en una mañana calurosa de un julio tan caluroso como el resto de los julios que hasta hoy he vivido. Un día normal, en un año normal.

Lo único extraño en mi nacimiento fue el tiempo que duró. Mi madre repite que tarde tanto en nacer porque no me decidía. Y es probable que tenga razón. Tardo mucho en tomar decisiones, pero eso no me hace especial. Hay muchas personas, a algunas incluso las conozco, que se toman tanto tiempo como yo en decidir las cosas más simples. Y que, como yo, casi siempre se equivocan.
He crecido pensando que había algo especial en mí, lo que  me acerca a la triste mediocridad de un mundo en el que todos, o muchos, queremos ser especiales. Es curioso, porque incluso esta búsqueda de la diferencia nos hace todavía más homogéneos, más masa y menos individuo.

Seguro que esto lo ha dicho alguien antes, incluso puede que existan una serie de teorías psicológicas, sociológicas, puede que psicoanalíticas, que describan y aportan pruebas sobre este fenómeno.

Gran parte de estos 24 años los he invertido  en pensar algo que fuese original y, cada vez  que creía que lo había logrado, me daba cuenta de que esa idea, que para mí era nueva, la había enunciado con anterioridad, mayor concisión y mejor vocabulario, otra persona.
Por eso me decidí a estudiar letras puras y me interesara tanto la lingüística. Es una disciplina que no busca la originalidad, sería muy difícil que alguien, de pronto, enunciará un nuevo complemento del sustantivo o un tiempo verbal, pero que, sin embargo, te permite decir lo que ya se ha dicho con anterioridad con unas palabras nuevas, más rebuscadas cada vez, y presentarlo como una innovación
Aunque resulte raro hay gente que vive de eso, y, sí, me dan envidia. Suelo ser envidioso.

Es uno de mis muchos defectos, pero ni siquiera estos, superiores en cantidad y calidad a mis virtudes, me hacen distinto.

Los defectos son algo común. Algo que cuesta reconocer en público, como esos hijos que avergüenzan a sus padres, pero a los que sus padres tienen que querer. Es lo que me ha pasado a mí con mis defectos.
No significa que los haya aceptado. Como a casi todo el mundo, al menos todo mi mundo conocido, que no incluye mártires, ni niñas que serán beatificadas, ni siquiera personas que pertenecen a ONGs, me encantaría ser menos mezquino, menos envidioso, menos ambicioso, más puro, justo y ecuánime. Pero no lo soy, del mismo modo que sé que nunca mediré dos metros ni seré rubio o tendré los ojos azules. Por eso, aunque me disgusten mis defectos, con el paso de los años he ido acogiéndolos cada vez con más cariño, a veces, incluso me siento orgulloso de ellos.
Seguro que también hay una teoría psicológica que explica este comportamiento, es más, me jugaría una parte de mi anatomía a la que tengo gran cariño, que dicha teoría, se basa en la negación… o en la doble negación.

No siento especial aprecio por  los psicólogos. Hay otras profesiones que tampoco me gustan, y como no soy perfecto si no defectuoso, extiendo mi manía a aquellos que las ejercen. Me pasa también con ciertas nacionalidades y sus nacionales en conjunto. Sé que está mal y que debería  esforzarme en corregir este defecto,  que, sin embargo, es uno de los que más se han ganado mi afecto con el paso de los años.

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