Miguel


 

Miguel tiene una caja de zapatos.
 
La caja de zapatos contiene, entre otras muchas cosas, un llavero roto con la cara del Ché. Lo compró en el paseo marítimo de un pueblo de la costa de Cádiz el día que cumplió 18 años, antes de comenzar a elegir renuncias.

La caja nunca guardó  unos zapatos de Miguel. La encontró cuando alquiló el apartamento en el que vive ahora y sirvió para reemplazar otra que ya estaba demasiado rota para contener tantos recuerdos.

Trastos viejos como diría la madre de Miguel, aunque ella sabe mejor que nadie que  Miguel, a veces sin motivo, a veces por nostalgia, abre  la caja y ordena la parte de su pasado que ha elegido guardar.

Es algo que hace desde que era muy pequeño, inducirse momentos de tristeza y llorar durante varias horas sin motivo. Para relajarse. Eso dice Miguel.

Hoy es uno de esos días. Hoy ha sacado todas las cartas que escribió durante la carrera a la primera persona que le rompió el corazón. Cartas escritas con pluma sobre papel reciclado, que nunca llegó a enviar. Las lee y sonríe. Piensa en que si las leyera un inspector de la SGAE se arruinaría pagando derechos de autor.

Además de cartas y llaveros, Miguel también guarda fotos y un suspenso en matemáticas. La cubierta rota de un CD de Grandes éxitos de Serrat y varias servilletas.

Escucha como se abre la puerta de su apartamento. Guarda en una estantería, detrás de una colección de libros de Jane Austen.
 
No quiere esconderla, pero esa caja, donde guarda su alegría, es solo suya y no quiere compartirla.

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