Luna de Miel




Ella siempre quiso ser madre. Nunca me mintió al respecto, no hubo subterfugios. El día que nos conocimos supe que era morena, que tenía las piernas largas y que quería quedarse embarazada.  No surgió en la conversación pero se daba por hecho.

Supongo que por alguna oculta razón genética Luisa decidió que yo iba a ser un buen padre para sus hijos y, por eso, después de poco más de un año de noviazgo me hizo proponerle matrimonio. Y yo acepté. Quiero decir acepté a proponérselo y ella acepto la propuesta. 

Siempre ha sido así, Luisa no ordena nada, pero sus deseos son tan obvios que a mí no me queda otro remedio que cumplirlos.  Y, sin pensar si me apetecía o no, me casé.  Desde el primer momento tuve claro que mi opinión sobre el tema sería escuchada pero descartada si era contraria a la de Luisa. 

El día de mi boda fue horrible porque a Luisa se le manchó el vestido justo antes de que empezara la ceremonia y estuvo todo el tiempo de mal humor. Yo me lo hubiera pasado bien, estaban allí mis amigos, habíamos conseguido que nuestros padres pagase por una barra libre de lujo y, Luisa, vestida de blanco manchado, se paseó recogiendo sobres entre parientes lejanos y cercanos.

Sobres llenos de dinero que se suponía sufragarían unos gastos que Luisa, en su infinito conocimiento, había conseguido que otros sufragaran antes. O sea, por primera vez en mi vida cada copa que pedía me hacía ganar dinero en vez de perderlo. Pero por solidaridad con Luisa y su mancha, yo tampoco disfruté.

La luna de miel fue una sorpresa para mí. Tengo que decir que no suelo prestar mucha atención a los detalles, pero estaba convencido de que íbamos a ir a alguna isla paradisiaca donde Luisa recibiría masajes y yo podría leer. 

Los masajes de Luisa solían ser una de las principales razones para elegir destino en nuestras vacaciones. Pero en algún punto debimos cambiar de planes porque la semana antes de casarnos, mientras preparaba mi maleta con un bañador y varios libros sobre pintoras ninfómanas, detectives alcoholizados y jefes de la mafia que al final tienen un corazón de oro, ella me miró y me dijo que sólo necesitaba un par de libros para el avión, como mucho. ¿Y qué hago luego en la playa? En Canadá no hay playa.  Así que, obediente, saqué los libros y cambie el bañador por un gorro de lana. Cuando vi su sonrisa de aprobación me di cuenta de que íbamos a pasar frío.

Después de la boda, Luisa, su mancha, mi gorro y yo cogimos un taxi al aeropuerto. El vuelo tenía prevista su salida a las 21.00, e íbamos con varias horas de adelanto, para evitar todos los imprevistos que pudieran surgir y que Luisa había imaginado. Yo seguramente hubiera salido tarde, sin tiempo para parar en casa y me habría montando en el avión con el traje de pingüino en el que me casé.

Nunca llegamos a Canadá. No recuerdo bien cómo ocurrió, pero sí recuerdo el ruido de la ambulancia y que después me contaron que el taxista no pudo evitar un camión cargado de flores blancas contra el que nos estampamos. Cuando me desperté en el hospital, lo primero que hice fue preguntar por mi nueva mujer. Yo sólo me había roto una pierna, la peor parte del impacto se la había llevado el lado del coche en el que viajaba Luisa, y aunque había sobrevivido, no era muy probable que llegara al día siguiente. 

En la puerta de su habitación estaban algunos de los invitados de nuestra boda,  antes de entrar su madre me dijo “Parece que duerme”. Luisa no hubiera sabido  dormir así.

Ese día de mi temprana viudez no me di cuenta de que pasados los años no sólo echaría de menos a Luisa en cada decisión que tuve que tomar por mí mismo sino, sobre todo, a un niño que nunca nació y que hubiera tenido mi pelo y su nariz.

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