El Templo del Morbo




Supe que su nombre de cuatro letras era falso en el momento en que su boca lo pronunció. Aquel nombre que se ajustaba demasiado a la minifalda azul, con medias negras, en la que no se sentía del todo cómoda, pero que le sentaba muy bien. No  preguntó el mío.



Pedimos dos cervezas. No hablamos mientras las bebimos. Me pidió que fuera a comprar tabaco. Cuando me levanté y me acerqué a la máquina de aquel bar pequeño con nombre excesivo sentí cómo su mirada recorría mi espalda, mis piernas, mi culo.




Me estaba examinando y yo me dejaba examinar. No confiaba en pasar la prueba. Cuando volví a la barra ya se había levantado. Le pregunté si iba a algún sitio.




“A mi casa”.




“¿Quieres que te acompañe?”.




Volvió a mirarme. Convencido de que se iría  e intentando evitar otra noche de cerveza en soledad  insistí. “Soy un caballero, sólo quiero asegurarme de que llegas bien”.




Mientras caminaba hacia la puerta dijo “Ya tengo un caballero en casa” y, sonriendo, añadió, “Hoy no está”.




No esperé a que el camarero me devolviera el cambio del billete que dejé sobre la barra y, al salir, vi que no había dejado de andar, no sé si porque se había arrepentido o porque estaba segura de que la alcanzaría. Caminamos diez minutos en silencio.




Cuando entramos en el portal me tocó por primera vez. Su dedo índice, más claro en el lugar donde debería haber estado un anillo, recorrió mi nuca. Y, en ese momento, no pude contenerme y la busqué. Busqué su boca con mi boca. En el ascensor mis dedos torpes como los de un adolescente primerizo llenaron de carreras sus medias. Bajamos en el sexto.




Me puso una copa y me preguntó si me apetecía algo más fuerte. Por hacerme el gracioso le dije que me bastaba con estar allí, con ella .“No me gustan los que se enamoran” respondió, mientras preparaba la última raya sobre una de las fotos que había en una mesa auxiliar. Cuando la esnifé pensé que el vestido de novia le quedaba muy bien.




Empezó a desnudarse por sorpresa.  En la ingle derecha llevaba tatuado un sol pequeño. Lo besé. Y ella empezó a reír. Su risa lo inundó todo. Me serví otra copa y la miré. Se paseó por la habitación en ropa interior.




Entramos en el dormitorio. Y la besé. Seguí besándola toda la noche y ella me  dejó hacer. La besé sin miedo. Con la fuerza de un ave de paso. En cada parte de su cuerpo. Como un explorador besé sitios que no había besado nunca. Su clavícula, su codo, sus rodillas.




Con el alba me marché y le prometí olvidar la dirección de su casa, el color de sus sábanas, el viento en sus caderas.




Ese día fui directo a la oficina, sólo me duché. Por la noche volví al bar. El camarero me agradeció la propina de la noche anterior con una cerveza muy fría, a la que siguieron muchas otras.




No sé si fue la falta de sueño, el alcohol, los excesos o el recuerdo de su risa, pero el caso es que justo antes de salir del bar me pareció oír su voz dulce. Me susurraba al oído que me había estado esperando.

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