La Casa



La de la derecha debería haber sido nuestra casa. Una casa grande, que poco a poco hubiéramos llenado de recuerdos y de historias. Alegres, tristes y tontas. Historias mínimas que habrían llenado una vida. La historia de “aquella vez, no sé si te acuerdas, en que nos equivocamos y pusimos sal en el café”.
Tu casa y mi casa. Una casa grande de cojines cálidos y paredes frías. Nuestra casa que ya nunca lo será.
Tendría  un gran salón y, a la izquierda, en el sofá, dormiríamos abrazados protegiéndonos del mundo el uno al otro.
Ese de ahí debería haber sido nuestro jardín.
Un jardín que yo nunca hubiera regado, con árboles llenos de fruta que yo no comería y de nombres que sería incapaz de recordar. A la derecha habría un estanque, donde una noche cualquiera habríamos hecho el amor borrachos, mirándonos a los ojos.
La honestidad aún habría sido posible, porque nunca se habrá instalado el silencio en nuestra vida.
El silencio que ahora lo envuelve todo, una capa pesada hecha de lo que nunca se ha dicho, un líquido que me inunda por dentro y no me deja reír, ni gritar, ni llorar, ni hablar.
También habría una mesa, donde yo escribiría libros que cambiarían el mundo.
Este de aquí no debería ser yo.
Sería otro que me miraría con los ojos llenos de envidia. Que no conocería mi nombre ni el tuyo. Otro más triste, que se sentaría en este banco en el que ahora estoy sentado, mirando fijamente tu casa y la mía, tu jardín y el mío.
Nos vería consumirnos de amor y felicidad, rodeados de niños con mi pelo y tu nariz.
Niños fuertes que nunca nacerán y no podrán protegernos, que no nos miraran altivos cuando intentemos explicarle su vida desde nuestros errores.
Otro más tonto, que no entendería por qué a él no le había sido dada esta oportunidad, que se consumiría imaginando la vida que habría debido tener y no tuvo. La vida que se merece más que yo.
Éstas no deberían haber sido nuestras decisiones, ni nuestras oportunidades, la casa ahora está derruida, nuestro amor no cuenta.
No se escribirá jamás el libro que nos salvó.
Y yo, ahora, sólo soy yo, mirando ruinas, consciente de haber perdido una batalla larga y tediosa, un soldado, cansado, que ve otorgar la victoria a un adversario al que ni siquiera conoce.

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