El entierro


Ayer llamó mi madre para contármelo.

La madre de un amigo de mi padre, es decir, una de esas personas a las que seguramente conozco, pero que casi nunca sé cómo se llaman, había muerto.

La señora dejó clara su voluntad de ser enterrada junto al cuerpo de su marido. El nombre del marido de la madre del amigo de mi padre tampoco lo conozco, pero en este caso tengo la excusa de que el hombre murió poco antes de que el amigo de mi padre naciera, así que asumí que sólo lo conocía la difunta y me despreocupé.

En ese momento hice un cálculo mental. Si yo tengo 28 años y mi padre me tuvo a mí con 26, sin estar completamente seguro de la edad del amigo de mi padre, que de repente recordé que se llama Miguel, el marido de la madre de Miguel habría muerto, como muy tarde, en 1954; por lo que la señora había pasado más tiempo como viuda que como esposa. Mi madre se extrañó de que quisiera compartir la eternidad con alguien con quien en vida tuvo tan poco contacto.

Me armé de valor y pregunté cuál era el nombre de la difunta esposa, me daba un poco de pudor seguir discutiendo algo tan intimo para ella sin saber cómo llamarla.

Mi madre no lo sabía. Mi padre no estaba en casa. Consideramos la posibilidad de llamar a Miguel para que nos lo dijera y la descartamos rápidamente.

Miguel ya había tenido que ir esa mañana a recuperar los restos de su padre para enterrarlos junto a su madre por la tarde, no queríamos añadir más dolor.

Además, el olor al desenterrarlo tampoco sería de rosas frescas. Esto no me atreví a decirlo, pensando un poco en el dolor de Miguel, pero sobre todo porque mi madre, aficionada a series forenses que ve en canales que yo no me puedo permitir, habría gritado “Niño, los huesos no huelen", y nos hubiéramos apartado del tema.

Apartarse del tema es otra de las aficiones de mi madre. Una afición compartida por mi abuela, que, sin embargo, prefiere las series de detectives en gabardina y señoras entradas en años que resuelven asesinatos con la misma facilidad con que otros compran el pan.

Seguimos hablando del entierro. Una vez recuperados los huesos, Miguel había pasado todo el día en la funeraria velando a sus padres.

Cuando llegaron al cementerio mis padres se acercaron a abrazar a Miguel. No fue posible. Miguel sujetaba una caja entre las manos. Mi padre miró la caja y Miguel asintió. No somos nadie”, dijo mi padre.

El entierro fue muy largo. Además de su intención de descansar eternamente junto a su marido, la difunta también quiso que la enterraran en tierra. Por lo que Miguel había contratado a dos albañiles para que, a fuerza de pala, llenaran un hueco de 1,62 de altura por 2.2 de ancho.

La gente empezó a marcharse cuando habían cubierto sólo la mitad.

Al final quedaron sólo mis padres, Miguel y Luisa, su mujer. A Luisa le dolían los pies por los tacones.

Cuando el hueco estuvo casi lleno, Miguel depositó la caja que sujetaba entre sus manos y los operarios, acalorados, continuaron su labor hasta que Miguel les recordó que lo que estaban cubriendo en tierra no era una caja de galletas danesas, y que esas cosas se hacían con más primor.

Mi madre, aunque no lo confiesa, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no empezar a reír. 

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