Debíamos encontrarnos frente a la
charcutería de un supermercado de marca blanca.
Me puse unas gafas de sol que mi padre
utilizaba para esquiar, cuando todavía no era mi padre ni tenía
intención de serlo, y me engominé mucho el pelo.
Y, vestido de espía italiano de los 50, salí a encontrarme con mi destino.
Desde hace años soñaba con vivir una
aventura así, conspirar con una organización secreta para hacer del
mundo un lugar mejor.
Es cierto que mis fantasías no solían
incluir un decorado tan mundano, y que el individuo que me esperaría
entre chorizos y arreglos para el cocido sólo era miembro de una
peña ciclista.
Cuando llegué a la tienda, él ya
estaba allí.
Lo observé sin que me viera.
Alto, delgado, más delgado que yo.
Vestido con ropa comprada en una gran superficie. Ningún atributo
sobresaliente.
Me esperaba, pero no estaba impaciente.
Después del tiempo que había
invertido en preparar ese momento, mi retraso no le inquietaba. Es
más, parecía estar disfrutándolo.
Me acerqué y deje a su lado un pequeño
maletín de ante rojo, y siguiendo el plan, salí de allí pensando
en lo que acababa de hacer.
Volví a casa, y esperé.
Encendí cigarros con las colillas de
los anteriores.
Y esperé.
Cuando el tabaco se acabo sonó mi
móvil y supe que lo había hecho. Que lo habíamos hecho.
No quise comprar el periódico al día
siguiente, no encendí la radio y, por primera vez en mucho tiempo,
no conteste al teléfono por miedo a que alguien me diera la noticia.
Dos días después volví al
supermercado.
Todo parecía normal, clientas que se
saludan, cajeras cansadas, encargados de encargarse de demostrar que
tienen más poder que los demás.
Pero algo había cambiado. Me paseé
por los pasillos y fui encontrándolos.
En el dorso de una caja de cereales, en
lugar de la cantidad diaria recomendada de fibra para un adulto, leí
“Eran tristes, amargas, eran alegres, llenas de esperanza, eran
valientes, heroicas, eran hombres tus palabras”.
Vi a una señora llorar delante de una
lata de atún y en sus arrugas creí leer un verso de Neruda.
En la frutería alguien reía, las
naranjas hablaban de sombrereros locos.
Los niños sonreían viendo como sus
madres encontraban letras de Sabina, y pedazos de su adolescencia, en
los congeladores, sus faldas más cortas, sus lenguas más largas,
sus frentes más altas.
A alguna, desconcertada, se le escapó
una lágrima.
Más allá, entre champús y cremas
reductoras, un hombre, más alto y delgado que yo, tarareaba my
favorite things.
Entonces supe que aunque no habíamos
hecho del mundo un lugar mejor, al menos, habíamos dado color a las marcas blancas de aquel supermercado.
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